Londres, de Louis-Ferdinand Céline (Anagrama) Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Juan Jiménez García

Louis-Ferdinand Céline | Londres

No me voy a enredar, otra vez, con el tema de los manuscritos encontrados. Tal vez sí con el lugar que ocupa Londres en el resto de la obra de Louis-Ferdinand Céline. Sigue a Guerra, forma parte de una trilogía, tal vez, con Muerte a crédito, tiene un libro en el que se refleja con admirable frecuencia, Guignol’s Band, obra por otra parte de la que solo publicó la primera parte en vida, la siguiente mucho después. Londres es una obra acabada pero no profundamente revisada. Podemos aplicar dos corrientes de pensamiento: una, qué libro podría haber salido tras esas revisiones, que en Céline no eran cualquier cosa; dos, la inmensa fuerza que ya contiene así, sin más. Podría considerarse una novela de prostitución, que llegó a ser un género, pero lo considero bien absurdo, bien sin la menor importancia. Tal vez esa falta de trabajo posterior la acerca, más que ninguna, al Viaje al fin de la noche. Al infierno de la guerra le sucede el infierno de sobrevivir a esa guerra, de escapar de ella, herido, no solo físicamente sino en lo más profundo de su ser. El protagonista, la historia, continuamente tienen ecos que remiten a la vida de Céline (nada nuevo), incluso en sus personajes más extremos. Londres, ciudad, ocupa un lugar en la narrativa de Céline. Un lugar recurrente. Londres, pienso, es una novela de supervivencia. A uno mismo, a los demás, a la falta de humanidad. El hombre ya no está, despreciado, arrojado los márgenes. Ese mundo prostibulario, de delincuentes con y sin honor, no es mucho mejor o peor que la realidad. Diríamos: en él también hay de todo. Ese todo es agarrarse a lo mucho o poco que se tiene, entregarse al destino, esperar la muerte, desconfiar de la vida, la vida, esa gran ausente. Estamos en 1916. A Ferdinand, de alguna manera, lo mantiene el capricho de un fabricante de máscaras de gas por Angèle, prostituta con la que escapa de Guerra a Londres. Al principio, todo es abyecto, pero se sobrevive. Incluso bien. Ese grupo de chulos y putas dirigido por el honorable Cantaloup, se mueve a sus anchas. Ferdinand está considerado. Es inteligente y logra vivir sin muchas preocupaciones ni excesos. Sí, está ese pitido en su cabeza, pero eso es otra cosa y solo le interesa a él. Ni tan siquiera le importaría al ejército francés si logran pillarlo de nuevo. Estamos en la nave de los locos. Pero la policía inglesa no está muy por la labor. No es que les importe la prostitución, corruptos, abiertos a los negocios más turbios. Les importan esos delincuentes del otro lado del canal que han venido aquí a fastidiarles. Empiezan a acosarles. Vigilarles constantemente, quitarles prostitutas,… Acabar con la red de tráfico, de allá para acá y de acá para América. Ascensión y caída del imperio prostibulario. En una de esas, tienen que escapar, tras un tremendo barullo, Ferdinand, un soplón y Borokrom, un viejo gigantón que podría dominarlos a todos pero que a duras penas (o ni eso) consigue dominarse a sí mismo. Escapan (ironías celinianas de la vida) a la casa de un médico judío, que le enseñará un poco el oficio a Ferdinand y dará las páginas más al final de la noche, de toda la novela, hasta que al lector ya no le queda aire que respirar. Vendrán momentos más terribles, venimos de momentos más terribles, pero en ese último lugar en la tierra, surge hasta la ternura y, por supuesto, la decepción. Ni que decir tiene que cuando todo esto acabe, solo quedarán Ferdinand y un gatito, es decir, la mayor de las soledades, esa soledad que está en lo más profundo, observada por alguien que no la entenderá, pero que estará ahí, compartiéndola. La grandeza de Céline (que extraño escribirlo), es haber logrado trasladar al lenguaje todo ese infierno en la tierra, haber retorcido las palabras, las frases, las hojas, las mil hojas, hasta convertirlas en una tremenda sucesión de ascensos y descensos, de golpes, palizas, sexo, de frases arrastradas no por el fango de la época (ninguna grandeza aquí, ni tan siquiera temporal), sino por el fango de esa humanidad perdida, de la que solo surgen destellos, estertores de un cuerpo en descomposición. Céline retorció la lengua francesa por pura necesidad, compuso su musiquilla, lo redujo todo a escombros (escombros de oscuridades), para entregar, por fin, un lenguaje propio a un siglo que comenzaba asesinándose, desangrándose. No era posible escribir igual, como antes, y la única pregunta era cómo poder escribir, cómo ser capaces de cambiar el paradigma. Primero para poder contar el final de un tiempo, luego para poder contar el final de sí mismo. Luego, una escritura llena de melancólico pesimismo, luego de rabia y frustración. Son los tiempos de Céline, quién sabe si también del siglo. Londres es la huida de ese ruido en la cabeza, la huida de la guerra y toda esa muerte, la búsqueda de un lugar donde agarrarse, por muy sórdido que sea (pero qué puede haber más sórdido que la propia guerra), otros cuantos escalones más de descenso, sin adivinar el final. Por la parte de Louis-Ferdinand Céline, la escritura como único espacio capaz de trasladar ese horror (estoy convencido). Incluso así, como primer borrador, imbatible. El escritor estuvo en no pocas batallas. Perdió, es bien seguro, todas menos la de esa escritura. Y aun así… Londres no es la historia de alguna cosa, sino la emoción que la contiene. Una aventura sentimental, si se quiere. Una novela de deformación. Sí, estamos siempre solos. Entre todo este ruido, estamos solos en última instancia. Con todos los demás, con todas las personas que queremos (y no queremos), estamos solos.


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